miércoles, 24 de enero de 2018

Gritarle a tus hijos no beneficia, ni ayuda mucho


¿Crees que gritarles a los hijos podría ser tan malo como aplicarles castigos físicos, y podría causar problemas de conducta y de desarrollo emocional?
Hannah Burt* tiene algo que confesar: como muchos de nosotros, les grita a sus hijos. No es que le guste alzar la voz, pero cuando sus niños, Ronald*, de cinco años, y Tom*, de dos, se portan mal, la paciencia se le acaba, la frustración toma el control y, sin darse cuenta, empieza a gritar.

“Les grito cuando tengo que pedirles más de cuatro o cinco veces que hagan algo, y cuando se nos está haciendo tarde y Ronald aún no se ha vestido”, dice esta madre de Toronto, Canadá.


“Grito a la hora de la cena cuando alguno de los niños se pone melindroso e intenta levantarse de la mesa. Grito cuando Ronald interrumpe la siesta de Tom. Pocas veces le grito a Tom, pero, cuando lo hago, es porque le está jalando la cola al gato, tratando de montar al perro como si fuera un caballo, golpeando a su hermano o trepándose a algún objeto inestable”.

Paradójicamente, Hannah también les grita a sus hijos cuando están (sí, adivinaste) gritándose el uno al otro. ¿Te suena esto conocido? También es una escena común en mi casa.

Gritar afecta tanto como un castigo físico
En el otoño de 2013, la revista Child Development publicó los resultados de un estudio cuya conclusión es un mensaje de alarma: gritarles a los hijos puede ser tan malo como aplicarles castigos físicos, y podría causar problemas de conducta y de desarrollo emocional.

Incluso el famoso Doctor Phil asistió a programas matutinos de televisión para instar a los padres a bajar el volumen de su voz porque, según dijo, gritar solo hará que sus hijos entren en “modo de apagado”.

Si bien un grito puede hacer que un niño ponga atención y deje de comportarse mal en ese momento, gritarle —al igual que darle nalgadas no le enseña nada sobre cómo comportarse apropiadamente.


De acuerdo con el estudio, investigadores de la Universidad de Pittsburgh (Pensilvania) y de la Universidad de Michigan en Ann Arbor determinaron que una disciplina verbal severa por parte de los padres resultó especialmente perjudicial para los niños de entre 10 y 12 años de edad y para los adolescentes.

Los muchachos cuyos padres gritaban como método de disciplina eran más propensos a tener problemas de conducta y para expresarse. Los efectos de la disciplina verbal y los insultos frecuentes fueron comparables a los de la disciplina física (como dar nalgadas y golpes) a lo largo de los dos años que duró el estudio.

Los psicólogos infantiles ya habían explorado este tema antes. Un estudio publicado en 2003 en el Journal of Marriage and Family reveló que en las familias que afrontan 25 o más incidentes con gritos en el transcurso de un año, los niños pueden terminar con baja autoestima, un aumento en la agresividad hacia los demás y una mayor incidencia delictiva.


En estas familias, los investigadores observaron que el tipo de gritos considerado maltrato verbal o emocional no se reduce a gritarles a los hijos. Es una forma constante de “agresión psicológica”, y a menudo aumenta de grado hasta llegar a los insultos o la humillación verbal.

Si tenemos en cuenta la frecuencia con que los padres pueden perder los estribos para algunos de nosotros, mucho más de dos veces al mes, estos hallazgos son una buena razón para poner fin a los malos hábitos de comunicación.

El estudio publicado en el Journal of Marriage and Family reveló que casi 900 de los cerca de 1,000 padres encuestados admitieron que habían alzado la voz o les habían gritado a sus hijos a lo largo del año anterior.

De los padres que tenían niños mayores de siete años, casi todos dijeron que se consideraban unos gritones sin remedio.

¿Por qué no es bueno gritarle a los hijos?
A los padres de la generación actual se les ha dicho que las nalgadas están prohibidas y, por supuesto, que no todos los niños responden bien al “tiempo fuera” [un periodo breve en que se les obliga a sentarse y guardar silencio como castigo por portarse mal].

Además, impedir que los hijos vean televisión o se entretengan con sus juguetes puede ser más molesto para las mamás y los papás que para los niños. A veces, cuando los hijos no obedecen y los padres se exasperan, gritar parece ser la única arma que queda en el arsenal disciplinario.

Douglas O’donnell*, residente de Toronto y padre de dos niñas, cree que los gritos funcionan en su casa porque con ellos transmite el mensaje de que está hablando “muy en serio”.


El mayor problema que tiene con sus hijas, Hannah*, de cinco años, y Autumn*, de dos, es que en ocasiones no lo obedecen. “Cuando tengo que repetir más de dos o tres veces lo que quiero que hagan, tiendo a subir al máximo el volumen de voz”, dice. “Ni siquiera tiene que ser un asunto importante. Es solo que tengo muy poca paciencia”.

Cuando se les preguntó a los padres si recurrían a los gritos como una forma de disciplina, solo unos cuantos (Hannah Burt fue una de ellos) contestaron que sí. Sin embargo, hay muchos padres gritones por allí.

Douglas ha observado que sus gritos afectan a su hija mayor. “La niña ya aprendió a anticipar mis reacciones, y de vez en cuando se pone a temblar porque piensa que estoy a punto de gritarle. Eso 2me hace sentir mal”.

Identificar las estrategias de disciplina que usa de manera habitual en su hogar es lo primero que le convendría hacer a Douglas. “Gritar no es una técnica disciplinaria constructiva, sino una reacción, explica Stephanie Cristina, psicóloga infantil de Ottawa, Canadá.

“Si bien un grito puede hacer que un niño ponga atención y deje de comportarse mal en ese momento, gritarle —al igual que darle nalgadas— no le enseña nada sobre cómo comportarse apropiadamente. Además, gritar puede enviar un mensaje ambiguo si, por ejemplo, les damos nalgadas a los niños por ser físicamente agresivos o porque ellos les gritan a sus hermanos”.

Por otro lado, gritar causa una reacción fisiológica en los padres y también en los hijos. Cuando nos frustramos, nuestro cerebro libera cortisol —una hormona del estrés—, y el exceso de esta sustancia en el organismo nos hace querer pelear, huir o nos paraliza, señala Kylee Goldman, psicoterapeuta infantil y familiar de Aurora, Canadá.


“El centro cognitivo del cerebro se desactiva y el centro emocional toma el control”, explica. “En el caso de los niños, su cerebro sigue el mismo patrón: sus niveles de cortisol suben a causa del estrés y sus emociones se apoderan de ellos; entonces se paralizan y no hacen nada, responden gritando o terminan haciendo un berrinche”.


Si este tipo de estrés persiste durante los años de formación, el funcionamiento emocional del niño puede verse afectado al crecer.

Joan Durrant, profesora del Departamento de Ciencias Sociales y de la Familia en la Universidad de Manitoba en Winnipeg, añade que debemos contenernos y descifrar las acciones de nuestros hijos antes de explotar.

“Los padres necesitan entender las verdaderas razones del comportamiento de los niños, y no solo interpretarlo como un desafío”. señala Durrant.

“Como adultos, tenemos que trabajar en nuestro autocontrol para poder ayudar a los niños con el suyo”.

El consejo de Durrant le ha funcionado a Michelle Baxter, una residente de Newmarket, Canadá, quien tiene dos hijos, de 13 y 8 años de edad. Esta mujer se comprometió a cambiar de comportamiento y a romper su hábito de gritar después de darse cuenta de que sus hijos le tenían miedo. “Eran muy cautos conmigo y se preocupaban por lo que pudiera hacerme enojar”, cuenta.


Michelle descubrió que uno de los principales desencadenantes de su ira era que sus hijos se mostraran quejumbrosos, y que sus quejas por lo general indicaban una cosa: necesidad de atención.

“En vez de gritarles, me pregunté por qué se quejaban”, señala. “¿Estaban realmente hambrientos o aburridos? Por lo común, la respuesta era no. Si dejaba yo de hacer durante 15 minutos lo que estuviera haciendo para leerles un libro o jugar con ellos, las quejas cesaban”.

Michelle tiene una recomendación sencilla: antes de perder los estribos, inhala y exhala mientras piensas si vale la pena gritar o no por esa falta o mal comportamiento en particular. “Dedicar tiempo a recapacitar es valiosísimo”, dice. “Si me tomo unos momentos para respirar y pienso en si vale la pena pelear, lo más probable es que no grite”.

En mi caso, un incidente motivado por la ira aún pesa sobre mi conciencia: cierta vez me enfurecí y grité cuando mis dos hijas encharcaron el baño recién lavado mientras se cepillaban los dientes.

Me preocupaba haber traumado de por vida a mis pobres niñas con mi acceso de rabia, así que me disculpé y les expliqué por qué había perdido la calma.

Con todo, la psicóloga Stephanie Cristina asegura que hay cosas positivas en estas situaciones. “Si los niños ven que a veces nos enojamos, pero que también somos capaces de tranquilizarnos y recuperar la cordura, les damos un buen ejemplo”, explica. “Y les enseñamos que las personas que más los quieren pueden desaprobar también su conducta”.


Así que no te tortures demasiado cuando pierdas la paciencia. Cristina dice que todos los padres gritan, y siempre y cuando no sea frecuente ni humillante, no por fuerza es perjudicial.


“Los niños necesitan aprender que sus acciones tienen un impacto en los demás”, dice, “y entender que sus padres pueden sentir y expresar una amplia gama de emociones. Por su parte, los padres tienen que ser indulgentes con ellos mismos, porque criar niños es un trabajo duro”.

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