1.Esperar a tener ganas para hacer las cosas:
Casi todos hemos pasado por etapas en las que nos hemos sentido apáticos,
desanimados y sin ganas de hacer nada (ni trabajar, ni hacer tareas domésticas,
ni ver a nuestros amigos, ni siquiera dedicarnos a nuestras aficiones). Cuando
esto sucede, con frecuencia nos instalamos en la pasividad, a la espera de que
“mágicamente” vuelvan las ganas de hacer cosas, como quien está esperando a que
se pase la gripe y todo vuelva a la normalidad. Desgraciadamente esta actitud
solo empeorara la situación primero hay que hacer las cosas para que volvamos a
tener ganas de hacerlas. Retomarlas poco a poco hará que vuelvan a recuperar el
“color” y el atractivo que tenían.
2. Alejarnos
de lo que nos pone nerviosos para estar más tranquilos: Todos tenemos una
tendencia natural a alejarnos de aquellas situaciones o estímulos que son
peligrosos o amenazantes, algo que ha permitido la supervivencia de nuestra
especie. El problema es que también aprendemos a temer otras cosas que no
suponen un peligro real y que, de hecho, a veces son necesarias para llevar una
vida feliz y plena. Por ejemplo, se dispara nuestra ansiedad ante exámenes o
entrevistas de trabajo, medios de transporte que necesitamos utilizar,
sensaciones normales de nuestro cuerpo, comentarios de otras personas…En estos
casos, evitar es una mala estrategia, ya que no solo nuestra vida se limita,
sino que además nos impide comprobar que en realidad no era peligroso y sí
podíamos con ello. Probablemente comenzaremos a tener cada vez más miedos a más
situaciones similares.
3. Centrar nuestra atención en aquello que no
va bien, ignorando lo que sí funciona: También es evolutiva nuestra tendencia a
prestar atención selectiva a los problemas y los riesgos, en lugar de atender a
todo lo que es agradable y beneficioso para nosotros. Y una vez más, una
tendencia que ha resultado muy útil para la supervivencia de nuestros ancestros
se vuelve en nuestra contra, pues sobreestimar los problemas e ignorar lo que
sí está bien tendrá un efecto sobre nuestro estado de ánimo y nuestra calidad
de vida.
4. Asumir que los demás deben hacer las cosas
“porque es su obligación” “porque me conocen”, porque es lo que yo haría”: Una
de las fuentes de malestar más frecuentes tiene que ver con que las personas no
actúen “como deberían”, lo cual es fuente de muchos enfados y frustraciones.
Esto se aplica tanto a nuestros amigos y compañeros, como a nuestra pareja e
incluso a nuestros hijos. Tenemos una idea muy clara de cuál es la forma
correcta de actuar y nos irritamos cuando nuestras expectativas se ven
defraudadas. En lo que muchas veces no caemos es en que esas ideas pueden ser
muy diferentes de unas personas a otras: tenemos experiencias, preferencias,
ideas, opiniones… muy distintas, por lo que es natural que no todos actuemos
igual ni esperemos lo mismo.
5. Negar con los hechos lo que decimos con
las palabras: “Hablar es gratis” y “las palabras se las lleva el viento”. Y sin
embargo cuánto tiempo invertimos en explicar a los demás lo que nos molesta y
en enfadarnos e indignarnos, pero luego nos sorprendemos porque todo sigue
igual. Del mismo modo, creemos las buenas intenciones de otras personas (y las
propias) a pesar de que una y otra vez no se corresponden con la realidad y
seguimos dando por buenas esas “promesas”.De nada sirve pedir a nuestro hijo que recoja
los juguetes si acabamos haciéndolo nosotros. Tampoco valdrá amenazar a mi
pareja con romper tras cada discusión si finalmente todo sigue igual. Ni pedir
puntualidad a un amigo cuando le espero (y desespero) todo el tiempo del mundo
hasta que aparece. Hacer resoluciones de año nuevo que olvido en una semana
también cae en esta categoría.Mostrar con nuestros hechos que los actos tienen
consecuencias y que cumplimos lo que decimos es una vía no solo más
eficaz, sino también menos conflictiva, de conseguir los cambios que queremos
en nuestras relaciones.
6. Centrarnos en el pasado en vez de mirar a
futuro:A veces dedicamos más energías a repasar
aquello que nos ha dolido o que no ha ido como esperábamos, sin hacer el mismo
esfuerzo por buscar cambios y soluciones concretas para que no vuelva a
sucedernos otra vez. Un buen ejemplo son las discusiones en las relaciones de
pareja o de amistad: empleamos mucho tiempo en explicar lo que nos ha molestado
y cómo deberían haber sido las cosas, con el fin de conseguir que la otra
persona se disculpe. Cuando en realidad sería más útil centrarnos en que
eso no vuelva a pasar en el futuro, Pedir un cambio concreto a la otra persona
o llegar a algún tipo de acuerdo (sin necesidad de buscar culpables o de
comprobar que el otro “se arrepiente”).
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