
Dostoievski es
probablemente el escritor ruso más cercano a las preguntas sobre la existencia
que surgieron a finales del siglo XIX y que tuvieron como temperamento especial
originarse a partir de cierta desolación, cierto desencanto ante la vida, para
después encontrar en el vivir mismo la única posibilidad de respuesta.
Nietzsche es el filósofo que quizá mejor condensa este movimiento del espíritu
y el intelecto, pero en sus novelas Dostoievski alcanzó alturas y profundidades
igual o más decisivas.
En esta ocasión
retomamos un fragmento de Los hermanos Karamazov compartido originalmente en el
sitio calledelorco.com. Ahí, Dostoievski pone en boca de dos de los
protagonistas, Iván y Aliosha, una sensible conversación sobre nada menos que
el sentido de la vida. Vale la pena recordar que especialmente en esta novela
el ruso hace gala de esa visión atea de la vida, o humanista quizá sería mejor
decir, pues al tiempo que descree de una entidad divina que tenga las respuesta
que el ser humano busca se da cuenta de que somos nosotros mismos quienes
creamos esas respuestas, quienes con nuestros actos cotidianos, nuestras
decisiones, nuestros errores y nuestros aprendizajes podemos ir descubriendo si
la eternidad existe o no, si el crimen es disculpable o si, como en este caso,
la vida tiene un significado que intuimos pero siempre se nos escapa. Escribe
Dostoievski:

Iván: ¿Sabes lo que
me estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe en la vida,
si dudara de la mujer amada y del orden universal y estuviera convencido de que
este mundo no es sino un caos infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi
desilusión, desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir de la
vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado. A los treinta años, es posible
que me hubiera arrepentido, aunque no la hubiera apurado del todo, y entonces
no sabría qué hacer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría de
todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y otros motivos de
desaliento. Me he preguntado más de una vez si existe un sentimiento de
desesperación lo bastante fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de
vivir, tal vez deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo
menos hasta que tenga treinta años.

Ciertos moralistas desharrapados y
tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este
afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú
también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza
centrípeta en el planeta, Aliosha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a
despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos
brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué.
Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero lo sigo admirando por
costumbre… Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen
muy bien… Oye, Aliosha: quiero viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un
cementerio, pero qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos;
cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble ardor, de una fe
ciega en el propio ideal, de una lucha por la verdad y la ciencia. Caeré de
rodillas ante esas piedras y las besaré llorando, íntimamente convencido de
hallarme en un cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas no
serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia ternura me embriaga. Adoro
los tiernos brotes primaverales y el cielo azul. La inteligencia y la lógica no
desempeñan en esto ningún papel. Es el corazón el que ama…, es el vientre…
Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud… ¿Entiendes algo de este
galimatías, Aliosha? --terminó con una carcajada.

Aliosha: Lo
comprendo todo perfectamente, Iván. Desearíamos amar con el corazón y con el
vientre: lo has expresado a la perfección. Me encanta tu ardiente amor a la
vida. A mi entender, se debe amar la vida por encima de todo.
Iván: ¿Incluso más
que al sentido de la vida?
Aliosha: Desde
luego. Hay que amarla antes de razonar, sin lógica, como has dicho. Sólo
entonces se puede comprender su sentido.

La conclusión es
sencilla, pero no por ello menos elocuente ni mucho menos, paradójicamente,
menos fácil de llevar a la práctica: caer en cuenta de que sólo en el amor por
la vida se encuentra su sentido, no en lo que alguien más nos dice, en lo que
leemos o en aquellos que los demás parecen reconocer como tal, sino en nuestros
actos mismos, en aquello que hacemos diariamente y que por esta misma razón va
construyendo, instante a instante, esto que llamamos nuestra vida.
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